15/08/2021
JPF
Al artillero, ph y su grumete. Por estar ahí.
Su nombre real fue Maximiliano Linares Martín pero todo el mundo lo conocía como Maxi “el segundo”. Era el que manejaba la Hopchkiss Mle que defendía la posición en estas remotas cumbres y que contralaba la senda que ascendía al Mulhacén desde Capileira. Senda por la que se esperaba que pudieran venir gentes desde Almería o Málaga hacia Granada. Que también era esperar.
En aquel verano las temperaturas y los cambios de tiempo eran constantes y a 2710m de altitud cualquier cosa era esperable. Serían las doce del medio día y los escasos hombres que ocupaban la trinchera que conectaba el puesto de observación con el nido de ametralladoras se disponían a preparar las latas de sardinas para el rancho. Un tiro que retumbó en la paramera los sobresaltó.
- ¿Franco o República? Gritó una voz un poco mas abajo, surgiendo de la canchalera situada a unos doscientos metros de la trinchera.
- ¡España! – contestó el falangista más próximo a Maxi.- ¿Y vosotros?
- Gobierno legitimo del pueblo, hijo de puta – le respondió una voz con espíritu de comisario político, anticipándose a una buena rociada de tiros desde allí.
- ¡Maxi, cabrón, espabila la maquinita de los cojones, que nos fríen, carajo¡
No hizo falta que el cabo repitiera la orden. Aquella canchalera era su punto de referencia y estaba ya enfilada. De la primera ráfaga ya cayó alguno y los demás salieron pitando cuesta abajo sin esperar a más.
Cuando se acercaron a por las armas del caído y registrar lo que llevaba vieron que era un miliciano almeriense de la CNT. Muy joven. La bala de Maxi le había entrado justo entre los ojos.
- Pobre chaval – contesto éste mientras fumaba el tabaco del muerto.
Contra lo que sus compañeros pudieran pensar Maxi no era insensible, sólo acomodaticio. Era consciente que estaba en este lado de la trinchera como podía haber caído del otro.
Hacía mes y medio, cuando empezó el jaleo, estaba tranquilamente sentado en el poyo de piedra de su casa, preparándose una picadura de tabaco, cuando llegaron al pueblo por el camino del Ventorro un grupo de falangistas que le hicieron la misma pregunta.
- ¿Franco o República? – mientras le apuntaban con los mosquetones.
Maxi no tenía ni idea, pero tonto no era; los fusiles los tenían los que le apuntaban.
- Con vosotros – dijo, mientras tiraba la toba y la pisaba con la alpargata. Sin despedirse de nadie, pues a nadie tenía, se montó en la camioneta y acabó en el cuartel de falange de Salamanca.
Y ahora estaba aquí, en esta sierra todavía más alta y casi tan fría como la otra. Caguenlasotadeoros, que decía. Él, con la mitad de su centuria, habían llegado en unas “pavas” a principios de mes a la base de Armilla desde la de Matacán; para reforzar a Granada que estaba todavía aislada del ejército de los sublevados. Curso acelerado de ametrallador y triscando a la sierra. Con el mismo mono azul cambiando las alpargatas por unas botas y con un abrigo de piel y un par de mantas atadas al macuto. ¡Ah¡ y un casco que le quedaba grande y le sentaba como a Cristo dos pistolas. O sea, que el chavalito del que estaba fumándose el tabaco podía haber sido él.
Comunicaron por heliógrafo que estaban siento atacados y que qué hacían si la cosa se ponía fea. Desde el repetidor situado en la cima les contestaron que aguantar, y que cuando pudiesen les mandarían gente. En un día o dos. Cuatro horas después les comunicaron que hiciesen un “repliegue táctico” hacia la cima aprovechando la noche, uniéndose a las fuerzas que defendían el refugio de Porquera, para evitar ser cercados.
A eso de las ocho de la tarde los vieron acercarse por el mismo sitio. Ahora eran más. Y venían no sólo de frente, también desde ambos lados, sobre todo desde la derecha, apoyados en los taludes de la senda que lleva a Porquera.
- Maxi, fríe a los que puedas, pero despacito. Rachas cortas para ahorrar munición, y en cuanto se esconda el sol empezamos la retirada sin que se note demasiado. De uno en uno y ocultándonos tras el camino del Mulhacén, para que no nos cacen como conejos. Yo me quedo contigo disparado desde el puesto de observación. Cuando se me acaben las balas tiro un par de bombas de mano y vengo a decirte adiós. Te cargas la máquina y nos vemos en el heliógrafo.
Joder con el cabito de los cojones. Era un antiguo seminarista que habían captado en Puerto de Béjar, el pueblo más próximo al suyo. Y valor le echaba al asunto. Fue despistando a gente y Maxi los suplía con rachas cortas para que los de enfrente no lo notaran demasiado. Pero el sol tardaba en bajar del todo y los de abajo empezaron a impacientarse. Especialmente los que venían por su lado. Enfiló la ametralladora hacia allí y apoyó su argumento con un par de bombazos. Cuando la cosa se ponía fea una nube y rachas fuertes de viento y lluvia ayudaron a bajar la luz y enfriar los ánimos de los que subían. Al poco de ponerse el sol y cuando estaba a punto de avisar al cabo que no le quedaban balas apareció éste a su lado y dijo:
- Bueno Maxi, te quedas sólo. De los nuestros no ha caído nadie hasta ahora. No la vayas a cagar tú. Lo digo por el papeleo. Nos vemos arriba. Si puedes entreténles un par de minutos. No soy muy rápido. – Y se alejó cojeando en compañía del hombre que le había estado pasando los peines de la ametralladora.
Maxí se quedo sólo, ya apenas se veía nada. Colocó el último peine de 24 balas y uno de 5 en la carabina Mauser más una bala en la recámara. Era una ventaja poder usar la misma munición para ambos. Un último puñado de balas fue a parar a los bolsillos del abrigo.
Disparó finalmente cuatro ráfagas cortas, la última hacia su derecha donde estaban los enemigos mas cercanos. Desmontó el cañón de la ametralladora y se deslizó fuera del nido llevándoselo con él, era la forma más segura de que no la volvieran contra ellos. A volar hacia arriba procurando no ser visto. El paqueo continuaba.
Llevaría andados unos doscientos metros cuesta arriba cuando oyó ruido a su derecha, se pego instintivamente al suelo y al contraluz de la explosión de una bomba de mano contra la trinchera que había abandonado vio a dos tirando a una sombra que huía cojeando. Sin pensarlo disparó su carabina delatando así su posición y atrayendo fuego sobre él. Poco a poco se fue alejando hasta llegar a replegarse a sus líneas. Desgraciadamente el cabo seminarista nunca lo hizo.

II
- Creo que hasta aquí llegué. – Era la cota al lado de los restos de un antiguo nido de ametralladoras y la trinchera que cruzaba la senda de subida al Mulhacén. 2710 metros en los altímetros de JA y Pavía.
- No hay problema ni prisa – dijeron.
- Esperamos a que se te pase – afirmó Pablo.
Me senté en una lasca apoyado en el bastón. Yo sabía que no se me pasaría. Muchos años – sobre todo – y demasiada experiencia.
- Nos quedamos contigo o, mejor, bajamos todos y comemos.
La proposición era tentadora, pero con uno que renunciara ya era bastante. A duras penas, y con alguna que otra mentira sobre como me encontraba, les convencí para que siguieran; indicándoles que no era nada y que me iría en el autobús que nos había subido hasta el cruce con la senda que conducía al refugio Porquera.
Al rato se convencieron y dejándome el macuto y el bastón emprendieron la subida echando miradas de reojo hacia mi posición, a las que yo saludaba ostensiblemente con la mano.
Al irse, Pavía me dejó algo en la mano.
- En cuanto menos peso, mejor. Quédatela. – era una vieja vaina de fusil que se acababa de encontrar.
En cuanto los perdí de vista vi que el suelo se me acercaba peligrosamente, o yo a él; sentí la sensación de náuseas de otras veces en parecidas circunstancias y me dejé caer lentamente sobre mi espalda, cerrando los ojos y rogando que en unos minutos no pasara nadie por el camino. No quería dar mas sustos. En un último reflejo de protección me cubrí la cara con el sombrero antes de desvanecerme, manteniendo en mi pupila la cuerda de Sierra Nevada con el reconocible peñón del Veleta y la inmensa mole del Mulhacén que se me venía encima. Desconozco el tiempo que pasé así.
- Señor … Are you well?
Levanté con pesar el sombrero de mi cara y vi unas botas de montaña a las que seguían unas bien torneadas y algo enrojecidas piernas, dejé que la mirada subiese en busca de la propietaria que se encontraba acuclillada junto a mi cabeza.
- Are you well?. ¿Bien, señor?
Unos ojos garzos y una trenza rubia me interrogaban. O me había muerto o algo no cuadraba aquí, Una sombra y una voz mas ruda me ocultó el sol.
- ¿Tú bien? ¿Español borracho?
Las que con esta falta de tacto me interrogaban eran otras botas de montaña pertenecientes a un tipo con pantalón corto y camiseta negra que iba tocado con un sombrero de paja de mujer, parecía escapado de una playa de Benidorm sobre todo por el tono acangrejado de su piel.
- No dear, I´m not drunk. I just sleep – Con esto parecieron conformarse.
Al ver mis intentos por levantarme y que no lo conseguía por mi mismo el hombre me ofreció su mano tras intercambiar una mirada cómplice con la chica Me levanté y quede sentado en la roca apoyado en el bastón contemplando a la pareja. La joven de los ojos garzos se agachó y recogió la vaina que había quedado en el suelo.
- Maybe this is yours, sir – Y me la entregó
- Sí, gracias mona.
- Sorry, I don’t understand – contestó
- Thank you, pretty.
- ¿Bien? All is OK? – me interrogaba ahora el mocetón cangrejil- Do you need anything else, sir?
- No. Thank you. I’m perfect – Contesté, reprimiendo las ganas de emular a Diógenes en su mítico diálogo con Alejandro.
La chica se volvió a agachar y me entregó mi sombrero pardo mientras le sacudía la tierra.
- Are you a sheperd ? –
- Sí, de cabras montesas, no te jode-
- What? –
- No. No it does not matter friends. – Con esto parecieron conformarse. Se pusieron juntos y, tras despedirse, se fueron triscando monte abajo tan contentos de haber conocido a un pastor borracho. La chica se volvió para decirme adiós con la mano.
Yo parecía estar ya bien. Me incorporé, tomé el macuto y me lo eché al hombro. Me volví a mirar el Mulhacén donde mis amigos estarían a punto de hacer cumbre. La lluvia empezó a caer a rachas cada vez mas fuertes. Me dirigí a los restos del cercano nido de ametralladoras que había señalado antes mi amigo. Allí me recosté entre sus restos, me puse el chubasquero y abrí el contenido de madre – porque llevaba de todo – de la mochila. Tomé agua, y empecé a mordisquear el sándwich de jamón de Trevelez preparado por JA mientras dejaba vagar mi vista por la sierra hasta terminar en la inmensa y desgarbada cumbre de la montaña mas alta de la península, ahora cubierta de nubes oscuras; allí se dice que está enterrado el penúltimo rey nazarí, Muley Hacén.
Recordé, teniendo a la vista la montaña que lleva su nombre, que Abu ul-Hasan – nombrado Mulay Hasan por sus súbditos – fue el penúltimo sultán del reino nazarí de Granada; los cristianos lo llamaron Muley Hacén o Mulhacén.
La historia de este rey, pensé, da de sobra para escribir una novela. En guerra familiar constante con su padre y hermanos, a los que arrebató el trono, sufrió el mismo trato por su hijo Boabdil. Casado con dos princesas de cuento, Aixa y Zoraida – esta cristiana – murió ciego en Almuñécar, desde donde su cuerpo fue devuelto a la Alhambra. Allí no finiquitó su peregrinar. Tras la entrega de la ciudad es leyenda que sus restos fueron trasladados y enterrados en las cumbres de este monte que ahora veo.
Bueno, pensé, una renuncia más que unirse a las montañas que contemplé alguna vez desde su base; el Naranco desde Fuente Dé, el Teide desde casi cualquier punto de Tenerife y, para mí, desde el observatorio de la base del teleférico, o las cumbres del Pirineo desde Jaca o Andorra; si hablamos de España. También el Cervino desde Zermat o el Junffrau desde Interlaken. Pero las cosas son como son y los años no pasan en balde.
Me volví hacia la explanada donde me había dejado el bus. Nadie a la vista, excepto algún ciclista que pasaba raudo. Al meter la mano en el bolsillo me encontré la vaina que me dio Pavía. De sobra sabía yo de donde era. Tenía una igual, pero con bala, en mi despacho. Me la entregó hace muchos años el tío Maxi.
III
- Ya que vas a ser médico, y que quizás no esté ya por aquí el año que viene, quiero decirte algo. – era una noche tranquila y sin luna en la cual él y yo solos contemplábamos la vía láctea desde el poyo de su casa, sin contaminación lumínica y sin testigos.
- A este mismo poyo vinieron a buscarme para llevarme a la guerra. No pude hacer nada. Me pusieron un “chopo” en las manos y me tuvieron tres años pegando tiros por ahí. Alguno me llevé yo – se acercó la mano a la pierna izquierda – y a alguno me llevé yo por delante, pocos supongo, porque tiraba mal y sin ganas; por eso me pusieron con ametralladoras. Fue en Granada, cerca de donde vives ahora.
Tras una mirada a las estrellas y un suspiro hondo se metió la mano en el bolsillo y me entrego una bala de plomo y cobre en su casquillo de latón.
- Esto, y amargura es lo único que conservo de la guerra. Y la cicatriz de mi pierna. Esto – sujetaba la bala en la mano – mata. Mata vida e ilusiones, no sólo de quien cae a causa de ellas, sino de mucha gente… incluso de quienes las disparan. Te la doy a ti que vas a estar siempre en el lado contrario. Esta no la quise usar.
Me entregó la bala en un casquillo exactamente igual que el que tengo en la mano. No nos volvimos a ver. Murió de pulmonía ese invierno.
