P.G. Passutti
Todas las casas son ojos que resplandecen y acechan. Todas las casas son bocas que escupen, muerden y besan. Todas las casas son brazos que se empujan y se estrechan. De todas las casas salen soplos de sombra y de selva. En todas hay un clamor de sangre insatisfechas. Y a un grito todas las casas se asaltan y se despueblan. Y a un grito todas se aplacan, y se fecundan, y se esperan.
Llevamos algún tiempo hablando de la casa del Rector Maynard y todavía no os he dicho nada del no lugar donde se halla. También puede ser ya hora de explicar dónde, cómo, de quién y por quién se llena. Aunque esto último lo conocéis: Se colma de sueños soñados por soñadores.
La casa Maynard se haya, y sólo para aquel que sepa encontrarla, en un lugar de la costa del Pacífico central, no demasiado lejos de la isla más grande del mundo situada en agua dulce. No tiene mas cimientos que los que le dan las ideas de los hombres y mujeres que la habitan, por tanto está directamente construida sobre las rocas marinas que sobresalen de la playa y apenas separada del mar por unos cuantos metros que desaparecen con la mar alta, podríamos decir que las espumas del mar son su límite, y no engañaríamos. Una somera barandilla de madera vieja, carcomida y, eso sí, primorosamente pintada y repintada de blanco cada varios meses, hace función de balaustrada y tarima desde la que se asoma sobre la inmensidad del azul mar.
Entre el pretil y la fachada de la casa un espacio abierto, dos o tres cocoteros, altos, y verde grama siempre húmeda y escasamente domesticada. Flores tropicales crecen aquí y allá sin un orden aparente. En medio de todo una mesa circular – guijarros, bridas de metal oxidado y argamasa – rodeada de bancadas de lo mismo; a más, hay allí cuatro sillones con reposabrazos, de teca ajada y ya sin barniz, situados al desgaire en el espacio diáfano, según el gusto o descuido de su último ocupante, para vivir el ensueño de la puesta de sol cada tarde de cada día.
Tras el jardín, el porche; sobre un frente de dos grandes ventanas y una puerta central de doble hoja, habitualmente abiertas de par en par como continuación natural del espacio exterior y para no poner barreras a las corrientes, fragancias y pensamientos que fluyen por todo el espacio de la casa. La vieja mansión es libre, como lo son todos aquellos que la habitan o la habitaron. Y, contagiados de ella, ya sin remedio, pretendemos serlo los que la visitamos.
A ella, tanto o más que a ninguna otra pudiesen ajustarse las palabras de Miguel Hernández, poema del comienzo, que habla de casas y de sueños …


