El circo
¡Mamá, mamá, corre, ven!, gritó la niña desde el balcón del salón de su casa.
Un desfile de personajes de diversa índole, recorrían la calle con parsimonia, haciéndose ver por cada una de las miradas que acudían al sonido inconfundible que salía de aquella caja, algo desvencijada, que se sujetaba con una cuerda, bastante erosionada, de un carrito (o algo parecido) con dos precarias ruedas que recordaban a la de los capazos de los bebés, posiblemente aquello era uno que se habrían encontrado en cualquier calle abandonado. Dos chicos jóvenes, aún no habían traspasado la edad juvenil, se lanzaban bolas de colores, no sin antes haber realizado círculos en el aire con ellas; Una mujer madura, cuya mirada hacía temer que la oscuridad se ceñiría sobre sus cabezas, soplaba un líquido que salía cónicamente desde su boca, acercando una antorcha a su recorrido y disparando llamas que el propio Lucifer podría haber fabricado; un chico algo más mayor, de tez oscura, realizaba piruetas sobre sí mismo a la vez que avanzaba por el centro de la calle; una joven acróbata subía y bajaba de los hombros de una mujer que, por sus rasgos, bien podría ser su madre; dos payasos miraban fijamente a los niños que acudían a observarlos con sus grandes ojos pintados, se obstaculizaban mutuamente para que, al final, uno de ellos, siempre era el mismo, cayeses de bruces con los zapatones en alto, lo cual provocaba el jolgorio de los niños y no tan niños. Por fin, en el tercio trasero del desfile, un maestro de ceremonias no dejaba de relatar lo que aquellos maravillosos artistas iban a mostrarles si acudían a la sesión de aquella tarde en el descampado de La Serena.
¡Mamá, mamá, corre que te lo pierdes!, seguía gritando la niña sin apagar por un instante el brillo de sus glaucos ojos, casi con lágrimas de pura alegría. ¡El circo ya está aquí, ven, date prisa o no lo vas a ver!
Los circenses llegaron a sus caravanas, casi todas ellas con decena de años en sus ruedas y motores, soltaron sus utensilios en el suelo, casi con displicencia y entraron sin decir palabra. Se quitaron sus disfraces, incluida la risa forzada, la mirada alegre y chispeante, los cánticos al uso y la capa de alboroto que habían exhibido delante de todo el que fue a verlos en su desfile. Algunos desabrocharon las cremalleras de su tersa piel para dejar a su libre albedrío los años que se acumulaban en sus pliegues. Otros simplemente dejaron caer en aquellos colchones malheridos trozos de historias que llevaban pegadas en sus recuerdos, quizás demasiados, quizás casi todos oscuros, trozos que servían de apósitos sobre las heridas del tiempo. Estaban cansados, doloridos, hartos.
¡Mamá, date prisa, vístete ya, que llegamos tarde! La niña estaba plena de ilusión, de sentirse protagonista de un espectáculo único, el mayor espectáculo del mundo, le habían dicho en el colegio. Su madre la vistió de domingo, como si fuesen de visita a casa de sus primos, pero esta vez era distinto, esta vez era especial. Por fin llegaron a la carpa. Le temblaban las piernas, su corazón latía a más velocidad de la que ella era capaz de pensar, se mordía el labio inferior al llegar a sus asientos. Aquello era una aventura inigualable. Daba saltitos sobre su asiento, ardía en deseos de que aquello comenzase de una vez.
Los artistas volvieron a disfrazarse de júbilo, de purpurina brillante que simulaba una constelación de estrellas saliendo de sus mejillas, volvieron a calzarse las sonrisas que todos esperaban ver, encendieron el interruptor de los haces de luz a través de sus pupilas, estiraron sus maltrechos cuerpos y atravesaron la pared invisible que separaba cruelmente la pista de sus vidas reales. Fueron saliendo y ejecutando sus números, el júbilo fue atronador, los niños dispersaban carcajadas nerviosas al ver como los payasos engañaban al maestro de ceremonias y hacían que se cayese su sombrero cada vez que lo volvía a colocar en su cabeza.
¡Señoras y señores: comienza el espectáculo, el Circo!
José P. De la Cruz Cortés