
Es ese latigazo serpenteante que recorre la espalda de parte a parte y traspasa la columna vertebral. Es ese momento en el que elongan los sentidos más profundos hasta disolver las reticencias más pétreas de la mente. Es esa sensación de notar cómo un soplo de aire cálido recorre a su antojo cada rincón de la existencia. Es la ausencia de tensión, pero manteniendo los extremos de la cuerda tensos, sentir la presión del aliento que surge del centro del vientre, esa que empuja sin piedad la piel desde dentro. Es el sonido interior de un lamento que desciendo hacia lo más hondo de la sima más profunda de los recuerdos, los arpegios salidos de una cuerda de guitarra tañida en una nota alargada y continua, enmudeciendo abruptamente su quejido para dar relevo a la siguiente caricia de una lágrima que no está dispuesta a salir sino hacia dentro. Es el blues de media noche (*) que rasga los trastes de su vihuela justo en ese instante en el que todo es nada y la ausencia lo es todo, ese blues que gime con cada caricia del corazón, hasta llegar al éxtasis pleno con el último tono de la partitura invisible de una mirada que penetró dentro, muy dentro, de un desierto casi yermo. Es el blues de media noche.
Eso que vibra en el aire que circunda los sueños tiene aspecto de amargura, pero más bien es un suspiro teñido de gris que se empeña insolente en recordar y señalar las grutas vacías del alma. Uno se sienta entre sus propios versos y reposa la espalda sobre un octosílabo que no termina de rimar, mientras esa guitarra plañidera sigue emitiendo largas notas que van uniendo los sentidos, un bajo que repite atónito un ritmo que marca los quejidos precisos para que una batería los recoja e inunde el corazón de trozos de atardeceres infinitos. Mientras, todo ello se mezcla en las tripas, sí, allí donde todo se vuelve inmortal, intangible, intenso y verdadero. Y uno desea que no termine esa pieza, que repita sus lamentos hasta tejer una manta de oscuridad que abrigue todo aquello que sabemos a ciencia cierta que falta ahí, en el último recoveco de nuestra gruta secreta.
Es el blues de media noche, ese que calma todas las aflicciones, ese que vigila los sueños más inconfesables, ese que marca el ritmo de mi corazón y todos mis sentidos aún vivos.
(*) Midnight blues (Terence Charles White)
José P. De la Cruz Cortés